“EL ETERNO POR QUÉ”
Se acercan las fiestas navideñas y sentimos la necesidad imperiosa de cumplir con los ritos itinerantes que nos impone la ortodoxia. Tenemos que acudir a los grandes almacenes para comprar esas prendas que tanto necesitamos, que tanto deseamos y que nos harán tan felices cuando los demás nos digan lo bien que bien nos sientan. Tenemos que visitar a los parientes, a aquellos que no hemos visto a lo largo del año ni hemos tenido interés, pero esta visita navideña será el rito de purificación que nos permitirá pasar otro año de la misma forma. Tenemos que hacer un derroche en la comida; en nuestra casa no puede faltar el marisco, el jamón, el turrón, el cava, todo aquello que esta religión ha elegido para nuestro gusto sin necesidad de ponerlo nosotros; en definitiva, esa comida tan placentera de la que acabará un alto porcentaje en la basura, en lo que tampoco repararemos, pues también parece ser otra de las necesidades cotidianas, otro rito.
Tenemos, en fin, que hacer un derroche de gastos durante un mes, lo que supondrá la purificación de los stocks de producción acumulados durante todo el año y abrirá un nuevo ciclo de nacimiento de nuestro dios: el dios del consumo. Es el becerro de oro al que hoy adoramos sin pararnos a pensar que con las sobras que tiramos en los países llamados ricos podrían alimentarse esas dos terceras partes de la humanidad que se mueren de hambre, de miseria e indignidad, además de someter a nuestro planeta a un deterioro por el que ya da signos de padecer un terrible cáncer. Si; ya se que damos limosnas a los necesitados de vez en cuando, lo que también forma parte de la ortodoxia, como cuando (según dicen) se exigía a los obreros chinos trabajar alguna hora más de forma gratuita para mandar el dinero a los trabajadores de Norteamérica, porque se morían de hambre.
Pero, qué nos respondería alguien a quién preguntáramos ¿por qué nos conducimos así? Cabe esperar que nos dijera simplemente: porque es Navidad y siempre ha sido así. Y es que, ya no podemos evitarlo, porque continuar, repetir esta liturgia innecesaria de consumo masivo, es la condición para que no paren las fábricas, para que no aumente el paro, porque no sabemos o no queremos conducirnos de otra forma sin prever que, en este maravilloso viaje interestelar, las propias estrellas no nos dejan ver las maravillas de la vía láctea.
No; siempre no ha sido así. Hubo una época en la que se aceptaba la finitud de la vida, en que se aceptaba la muerte de forma humilde, solemne: “Te alabo, oh Zeus, pues me acercas a ti ya viejo, cuando no puedo ver el cielo estrellado”. Hubo un tiempo en el que el ser humano tuvo su propia religión natural, sencilla, realista; que se preguntó por el “por qué” de las cosas desde su perspectiva humilde, personal, a pesar de que siempre hubo expertos fundidores de metales, chamanes, adivinos, sacerdotes de culto; en fin, los representantes del poder que ofrecían a los humildes la posibilidad de olvidarse de pensar, de dedicarse a trabajar para ellos y para quienes les ponían en lo alto de la pirámide social. Ellos ponían a Dios, aunque, seamos realistas porque desde siempre: el listo vive del tonto y el tonto de su tontería”. El problema está en que existe mucha gente que no tiene una tontería de la que vivir.
Sin embargo, es casi imposible pasar las fiestas navideñas sin pensar, aunque solo sea por unos instantes, en aquel por qué que arrastramos desde los inicios de la humanidad, si bien, y como decía Groucho Marx: “hemos salido de la nada para llegar a la última miseria”. Sí; hemos recorrido una larga etapa para darnos cuenta como Nietzche de que: “el camino del infierno está empedrado de buenas intenciones”. Es inevitable seguir preguntándonos de vez en cuando un ¿por qué? que nos aterra desde siempre, aunque la riqueza nos lleve a creernos dioses y a construir pirámides monumentales para seguir siéndolo eternamente bajo ellas.
Hoy, las libertades del capitalismo y las no libertades del comunismo tienen al hombre aprisionado por igual en la religión consumista, solo que, los unos practicándola y los otros deseándola; en este paradigma parece que no hay ateos ni es necesaria la Inquisición, dado que la religión, ya formada y dotada de sus dogmas, pasa a ser un hecho cultural, de modo que incluso es bueno para la salud del alma el ir de compras a los grandes almacenes cuando nos sentimos deprimidos. Se verifica así que cumplir con la ortodoxia proporciona estabilidad emocional, nos permite cobijarnos bajo la protección de las normas sociales, nos alberga la conciencia colectiva, aunque esto sea tan distinto de lo que, solo a veces, nos recuerda nuestra conciencia individual.
Pero, existen otros momentos en los que también nos preguntamos ¿por qué? o, al menos, estamos tentados a ello: cuando comprobamos el saldo que arrojan nuestras cuentas bancarias después del usar las tarjetas para celebrar estas fiestas. Por un momento nos asaltan los negros presagios que arrojan esos saldos, pero, pronto, algo adormece los interrogantes que esa reflexión momentánea nos plantea: “el banco me pospone el pago de mis compras a tantos meses…”. Qué bien; incluso los logros de un sistema financiero tan moderno, refinado y sensible a los problemas que pueden atentar contra esta religión, vienen en nuestro socorro para evitar que una pregunta impertinente haga mella en nuestra conciencia. ¿Por qué tengo que preocuparme de las consecuencias de mis propias decisiones sobre consumo presente y consumo futuro? Faltaría más.
Por si fuera poco, desde que un gobierno inventó la forma tan rentable de redistribuir socialmente la riqueza con la lotería de navidad (aunque lo hacía para financiar inminentes independentismos), vemos colas interminables que ocupan varias calles para poder adquirirla en una famosa administración de centro de Madrid. En ellas la gente tiene un comportamiento ejemplar; no se queja de nada y soporta el frío invernal con una paz y alegría indescriptibles, pues va a adquirir su billete, va a celebrar esa comunión que le da una alta probabilidad de que pronto posea su parcela de cielo. No es mala del todo esta forma de redistribución, porque es un impuesto voluntario para llenar las arcas de la hacienda. Por cierto, todos esperan que les toque “el gordo” para retirarse definitivamente del trabajo; ahora resulta que el trabajo es un mal social y el resultado del azar es lo deseable.
La metafísica es imposible como ciencia porque de Dios, del mundo y del alma no tenemos conocimiento empírico; pero, nos engañamos porque, indefectiblemente, algún día, queramos o no queramos, tendremos que reflexionar muy en serio sobre aquella proverbial sentencia de Pierre Gassendi: “Nací sin saber por qué. He vivido sin saber cómo. Y muero sin saber cómo ni por qué”.
Alfredo Martín Antona
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- Escrito por Alfredo Martin