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Alfredo Martin

Alfredo Martin

¿Por qué soportamos estas y otras cosas con tanta pasividad, ahora que presumimos de conocer nuestros derechos?

Paseaba yo por el Retiro cuando se inició la presente edición de la Feria del Libro y tuve ocasión de observar las largas colas que se formaban debido a la masiva afluencia de gente. Semejante acogida me dejaba perplejo. No tenía yo la percepción de que existía un interés tan exagerado, tan maravilloso, tan vital, por acceder al recinto y encontrarse con los libros, nuestros amigos y en los que más y mejores amigos encontramos.  ¿Se trataba del vaticinio de un futuro prometedor, de una revolución en la lectura en un país y un momento en el que el 30 % de su población dice “no leer nada”?

                Había varias colas que provenían de direcciones contrarias al recinto, lo que también me producía incertidumbre. En una de ellas, observé que la gente llevaba bolsas procedentes de la Feria, y me dijeron que era exclusivamente para personas que llevaban el libro para que lo firmara un determinado autor, lo que entendí como una medida racional para evitar una mayor concentración de gente en esa caseta. Pero fue el contraste entre lo que sucedía dentro del recinto y lo que sucedía fuera, lo que me causó interés. Dentro, la gente iba y venía con comodidad y se podía mantener cierta separación entre ella, disponiendo de la ayuda de personal auxiliar mientras visitaban las casetas. Fuera, personas mayores y niños esperaban pacientemente en la cola, y cuando daban un paso lo consideraban un logro que calmaba su ansiedad.

               No sé por qué, recordé los recientes hechos de Afganistán y pensé que quizás los organismos internacionales podrían haber hecho algo más por la gente que se agolpaba por acceder al aeropuerto tratando de buscar un lugar en el mundo. Pero, la comparación era absurda. Aquí se trataba solo de que la gente acudía a un evento tan bello como necesario; una gente que a veces dejaba su lugar en la cola para ir a la entrada y pedir información, pues fuera no la había de ningún tipo. Yo tenía otras preocupaciones en esos momentos, como eran la inmediatez de la atención que me reclamaba mi nieta para jugar y la mediatez de que ese mismo día nacería su hermanita, mi nueva nieta, por lo que dejé que la gente siguiera con su afán y me dediqué a jugar, algo tan maravilloso como leer un libro.  

               Pero, cuando me tocó a mí mismo padecer tal situación algunos días después, tuve ocasión y tiempo sobrados para reflexionar de nuevo sobre el asunto. Quería acceder a la caseta 269, donde Laura Romero, hija de un gran amigo, maravillosa docente y escritora de cuentos, me firmaría uno de los últimos que ha publicado. Durante las dos horas que tuve que esperar dicha peregrinación hasta acceder al recinto, pude comprobar que quienes estaban cerca de mí pensaban, como yo, que aquello no era de recibo, pero lo aceptaban, también como yo, con resignación.

Estuve tentado de acercarme y preguntar a alguien por qué, si en los primeros días de celebración hubo tan esperanzadora asistencia, no se amplió el recinto después para que tan maravillosa acogida a una actividad tan necesaria en este país fuera satisfactoria para todos. Pero temí perder con ello mi lugar en la cola, además de no lograr nada. ¿Qué razones habrá, me dije, para que unos padres y sus tres hijos, que habían accedido como yo, a las 11,30 a una cola que no sabíamos para qué era y de lo que ningún auxiliar informaba, accedieran al recinto llegada ya la hora de comer y con un tiempo escaso para disfrutar de la visita, pues se cerraba una hora más tarde?

               Inevitablemente, hablamos de los datos recientes de la UE acerca del fracaso escolar en nuestros adolescentes, que nos sitúan en la penúltima posición del ranking, pero que no parecen preocuparnos demasiado, aunque todos tenemos una parte alícuota de responsabilidad en ello, como sucede con otras tantas cosas de semejante calado.

¿Cómo sucede esto en un país donde un adolescente apenas soporta leer seguido el contenido de un folio, como decía D. Julio Anguita, que fue maestro y político? ¿Acaso no queremos que cambie definitivamente aquello de que: “en España, la mejor manera de conservar un secreto es escribir un libro”, como decía con tanta razón D. Manuel Azaña?

               Pero, a medida que llegábamos a la entrada, también pude observar que lo que había comenzado como un problema concreto y del momento, y se había convertido en universal con nuestra charla, ahora se disolvía en la nada; un hecho que he comprobado a menudo. Por fin entramos y cada uno se fue por su lado, probablemente pensando para conformarse: “por algo lo harán”. Algunos nos despedimos e incluso bromeamos con la posibilidad de que nos dieran un justificante de haber cumplido con alguna de las etapas del Camino de Santiago. Al menos, sus largas caminatas constituyen un sacrificio ofrecido a su finalidad.

En todo caso, sigo sin saber las razones que justifican la existencia de estas colas de público sin control, información y protección, mientras dentro del recinto estaba todo en orden. ¿Por qué importaba solo lo que sucedía dentro? O prefiero no saberlo. Y lo que es aún más importante: ¿Por qué soportamos estas y otras cosas con tanta pasividad, ahora que presumimos de conocer nuestros derechos?

                                                                                                                              Alfredo Martín

       

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