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Alfredo Martin

Alfredo Martin

¿ES CARA O BARATA LA ENERGÍA EN ESPAÑA?

Durante el año que ahora declina hemos comprobado un deterioro de la capacidad de compra que, como siempre, afecta agudamente a las economías domésticas más precarias. Su causa está en la subida generalizada y sostenida de los precios de los inputs energéticos, de los derivados de los hidrocarburos y de la electricidad; unos inputs que, además, son importados en su gran mayoría. Escucho las quejas en mis conversaciones, pero no observo una respuesta en la calle ni considero, con toda prudencia, que exista un comportamiento consistente de los consumidores ante problemas como el que ciertas familias tengan que pensarse muy bien a qué hora ponen en marcha la lavadora para que la factura de la luz no les saque la piel a tiras, mientras las empresas productoras y suministradoras del sector (y entidades a las que en otros momentos preocuparía el asunto de forma alarmante) continúan a lo suyo como si abundara el petróleo bajo nuestros pies, aunque nos dicen que están poniendo medidas.

Sin entrar en las causas de dicha escalada (fácil explicar por otra parte, aunque lo que la gente necesita son soluciones), observo que los precios siguen subiendo y que aquí, dicho en términos vulgares: “ni cenamos ni se muere el padre”. Puedo entender que los que ofrecen felicidad al pueblo se mantengan al pairo, pero me pregunto ¿cómo es posible semejante falta de contestación de la ciudadanía, y más, cuando existen las instituciones pertinentes a las que recurrir para convocar y organizar las acciones y actos precisos? Pero, debo estar equivocado, pues estas instituciones siempre cumplen su papel y están alerta en su tarea de defender a los humildes, y mucho más en determinados contextos sociopolíticos. Pero ¿hemos olvidado que también existen formas de comportamiento individual que demuestran nuestra consistencia como consumidores? Quizás el devenir ha cambiado la sociología de nuestro país y ahora se lleva otra forma de comportarnos. ¿Somos ya tan ricos todos que no necesitamos reivindicar nada; solo envolvernos en la capa de la eterna queja gravada en nuestros genes y proponer tantas y tan diferentes soluciones como personas existimos en este país?

En mis tiempos mozos, la inflación erosionó a las economías con dos tremendos shocks de oferta de los hidrocarburos. Las economías dotadas de flexibilidad de precios y salarios ( por ejemplo, Norteamérica) se ajustaron pronto creando paro a corto plazo y recuperando el empleo a medio; pero las economías rígidas en precios y salarios (el modelo keynesiano, como fue el caso de España) no pudieron despedir a corto plazo y situar a las empresas en su nuevo óptimo de producción. Con ello, la espiral de costes se trasladó a salarios y precios con efectos más perniciosos y más duraderos. En unos momentos en los que en nuestro país accedía a la Democracia, el malestar sí que salió a la calle, orientado por unas instituciones que clamaban al cielo por los intereses de los más débiles. Al final se llegó a un nuevo equilibrio a costa de unas tasas de paro eternas que alejan mucho de la tasa de empleo friccional y que parecen ser, por su duración, tasas de empleo natural.

Por entonces, la Curva de Phillips se empeñaba en demostrar la relación inversa entre ciertas dosis de inflación y desempleo, lo que hacía necesarias las inyecciones de dinero para calentar la economía hasta llevar al empleo a niveles aceptables, pero vigilando la estabilidad de precios.  Otros autores negaban tales efectos positivos de la inflación sobre el empleo en una polémica interesantísima y muy fructífera entre las escuelas de economía. Sin embargo, no aprendimos aquí la lección sobre la rigidez de precios y salarios, y no entendimos, o no quisimos entender, la necesidad de dotarnos de políticas energéticas para que los shocks de oferta de los hidrocarburos no nos pillaran otra vez en calzoncillos. Y esto, en un momento en el que las entradas de divisas por turismo compensaban la salida en dólares por los inputs energéticos en nuestro país, lo que se acabaría pronto. Y en calzoncillos no han pillado.

Otros países, como China, sí que aprendieron la necesidad de crear fuentes de energía dentro del país y, en consecuencia, China modificó la cuenca del río Yangtsé haciendo una obra descomunal para construir la presa de las Tres Gargantas, con un potencial de generación de energía eléctrica brutal, entre el final del siglo pasado y los inicios de este. Por fin, el cerebro de los Sapiens se ha dado cuenta de que los coches pueden funcionar con electricidad, después de ver pasar delante de nosotros los trenes eléctricos durante ciento cuarenta años, con el permiso de las transnacionales petrolíferas, aunque tenemos que aprender a reciclar sus baterías agotadas para evitar otro problema medioambiental.

La brutal crisis económica padecida en los inicios de este siglo parece haberse debido fundamentalmente a la continua creación de dinero, a los excesos de oferta monetaria en el sistema que absorbía la inversión en el sector inmobiliario como motor de la economía. Otra vez se ensayaban las propuestas de la Curva de Phillips, hasta que, por fin, reventó la burbuja inmobiliaria pillando a la autoridad monetaria y al gobierno de turno “con esos pelos”, pero sabiendo lo que hacían. Alguno de los economistas dedicado entonces a la política y que hoy desempeña un puesto importante decía que “había que aprender de los errores cometidos”; no recordaba que, respecto al dinero, ya lo habían previsto los monetaristas más prestigiosos en el siglo XIX: “el dinero debe manejarse con mano férrea”.

                Si; los ciudadanos también tenemos algo que decir con nuestro comportamiento ante el deterioro que hoy acecha a nuestra cesta de la compra. Mis circunstancias personales me permiten utilizar muy poco el coche y comprendo a aquellos para quienes es necesario su uso diario. Pero, no todos estamos en esa situación y podemos evitar el chorreo de euros que sufre nuestra débil economía familiar, y el chorreo de dólares que salen de España para pagar las importaciones de hidrocarburos, adaptando nuestro consumo a unas necesidades racionales. Se trata de la necesidad de un comportamiento racional por parte de cada consumidor que informe a las empresas monopolistas u oligopolistas de que no pueden fijar los precios en las condiciones que pretenden sin esperar una respuesta.

                Yo, para concienciarme de nuevo, voy a releer un libro muy útil al respecto editado en los años setenta del siglo pasado. “Voz, salida y lealtad”, de Albert O. Hirschman, que orienta sobre el asunto, porque mientras sigamos comprando a los mismos niveles, los vendedores de esos productos tendrán razones para pensar que sus productos siguen siendo baratos al existir una masa monetaria que los soporta sin quejas, que mantiene sus ventas como si no pasara nada.

                                                                                                                              Alfredo Martín Antona

SOBRE ESOS PENSAMIENTOS FALSOS

He leído el artículo publicado recientemente en este mismo medio por D. Ángel Luis Cancela acerca de “la existencia de pensamientos falsos, bloqueantes, que crean fronteras, que impiden y estorban el avance y crecimiento de la ciencia, del conocimiento, y de la conciencia”. Es un tema sugerente por su interés informativo y didáctico, que me invita a reflexionar, a pesar de mis escasos recursos de sentido común y todavía menores sobre psicología. Sin embargo, retrotrayéndome a cuando se inventó la rueda, como cariñosamente me critica mi hija, me atrevo a hacer algunas consideraciones al respecto, pues, el hecho de que se escriba sobre la existencia de este tipo de pensamientos supone de facto que un gran número de personas los padecemos y me pregunto ¿por qué los elaboramos? 

Por ejemplo, cuando se piensa “esto es imposible” se mata la posibilidad del paso de la potencia al acto, además de la esperanza, de plano. Pero, ¿qué cosa etérea, tan maravillosa, es la esperanza? En principio parece tratarse de una especie de fe en que se verifique algo que deseamos y, probablemente, que creemos que nos merecemos. Sin embargo, la experiencia, el devenir de los hechos en el tiempo, también ha llevado a algunos pensadores (Nietzsche) a definir la esperanza como “el peor de los males, pues prolonga el tormento del hombre”.

Cuando pensamos “no hay Dios”, ¿se trata de un pensamiento vacío, cuando sabemos que su existencia es una incógnita desde el Paleolítico, sin que hasta el momento los no versados en teología podamos decir de él nada más que lo que permite una fe sencilla, cultural, humana? Para estos practicantes de una fe sencilla se trata de un tema sobre el que millones y millones de páginas escritas se contienen en una sola frase de Spinoza: “sentimos y experimentamos que somos eternos”. Si el ser humano crece en un entorno cultural en el que la religión desempeña un papel fundamental en la educación, ¿es extraño que se cuestione ciertas cosas que se le afirman y que ve que no se cumplen, al menos, desde su humilde perspectiva?

¿Cómo no van a existir pensamientos acerca de que “la ciencia es sólo lo que se mide y lo que se pesa", y que “la realidad es solo lo que se ve y lo que se toca”, si todo lo demás, lo intangible, o inmaterial, lo etéreo, incluso lo espiritual, nos lo han dado en un arca cerrada desde la antigüedad para que no pueda salir? No intentaré demostrarlo, pues exigiría revisar la historia del pensamiento humano y ello nos llevaría incluso a cuestionarnos la posibilidad de ciertos tipos de conocimiento.

Reitero mi respeto y mi adhesión a la intención del autor del artículo previo. Tenemos que retirar de nuestro cerebro estos pensamientos que nos hacen tanto daño. Con permiso de la psicología y la teología, quizás deberíamos ser más “filósofos” en el sentido de hacer cada día de nuestra vida una lucha por descubrir la verdad o aquello que más se le asemeje. No es extraño que la mente humana esté llena de este tipo de pensamientos y que salgan en la medida que las expectativas que asegura, que da por ciertas su entorno cultural e ideológico, no se cumplen, y la instalación definitiva en el cerebro hace daño.

Seamos niños; extrañémonos de todo; no nos dejemos engañar por esas verdades que, tan bien confeccionadas, nos venden los demás y que, demasiado a menudo, ni siquiera las practican, pero que siempre juegan a favor de sus pretensiones. ¿Cuánto nos hemos perdido por no habernos enseñado a pensar, aunque nuestros educadores eran víctimas de víctimas? Ahora pagamos las consecuencias; tenemos la mente llena de fantasmas, de enemigos, a los que creemos poder desterrar de un plumazo, cuando desde fuera se siguen alimentando.

                                                                                                               Alfredo Martín Antona

LA NATURALEZA HUMANA

                Volver a leer la “Historia de la filosofía occidental” (1945), del filósofo, matemático y escritor Bertrand Russell, me da ocasión para hacer algunas consideraciones (superficiales y hasta llega mi entendimiento) sobre el comportamiento humano respecto a los contenidos éticos. Para ello, me detengo en las páginas que ilustran ese momento que denominamos el Renacimiento y en los valores que guiaron la vida de algunas de sus figuras más eminentes.

Tomás Moro (1478 - 1535), abogado y hombre humanista y piadoso, fue nombrado en 1514 caballero y después canciller por Enrique VIII. Cuando éste quiso divorciarse de Catalina de Aragón a casarse con Ana Bolena, Moro se opuso y dimitió en 1532. “Su incorruptibilidad la demuestra el de que tras su renuncia sólo disponía de cien libras al año”. A pesar de ello, el rey le invitó a su nueva boda, lo que Moro rehusó. Asimismo, el rey envió al Parlamento el Acta de Supremacía, nombrando a él y no al Papa, cabeza de la Iglesia de Inglaterra, lo que requería un juramento que Moro se negó a prestar. Hasta ahí habíamos llegado, pues se probó (como es natural) que Moro había dicho que el Parlamento no podía hacer a Enrique VII la cabeza de la Iglesia, por lo que fue decapitado. A pesar de demostrar semejante ejemplaridad, hoy se le recuerda fundamentalmente por su obra: “Utopía”.

Francis Bacon (1561-1626), también inglés, trabajó en el método inductivo en filosofía y fue precursor de la sistematización del procedimiento científico. Su situación familiar le permitió entrar en el Parlamento con veintitrés años y ser consejero del Conde de Essex, pero, cuando éste perdió el favor, colaboró en su persecución, siendo tachado de traidor e ingrato. Russell considera esto injusto, pues trabajó con Essex mientras éste fue leal. Con Jacobo I, Bacon tomó el cargo de su padre y luego el de lord canciller, pero a los dos años fue perseguido por aceptar presentes de los litigantes; una acusación que reconoció, alegando que los obsequios nunca influyeron en sus decisiones, por lo que se le impuso una cuantiosa multa y el encarcelamiento en la Torre, pero, al final, todo quedó en que pasó cuatro días en la Torre. Dice Russell que “no fue hombre de moral notable, pero tampoco fue un malvado excepcional. Moralmente, fue un hombre del montón, ni mejor ni peor que la mayoría de contemporáneos”.                                          

Galileo (1564-1642) nació en seno de una familia que se permitió darle una formación esmerada. Después, enseñó matemáticas y astronomía bajo la tutela de los Medici y hasta su madurez enseñó el geocentrismo de Ptolomeo, aunque sentía el heliocentrismo de Copérnico. Cuando sus descubrimientos le dieron fama se decantó por el heliocentrismo y, en 1624, el Santo Oficio le incoó la primera causa, que fue sobreseída. Durante los años siguientes también tuvo problemas, que amortiguó el papa Urbano VIII debido a la gran fama de Galileo. Pero, en 1632 editó una obra que pronto le fue confiscada. Urbano VIII se sintió burlado y el Santo Oficio le incoó otro proceso que tampoco pasó de la reclusión domiciliar. Entonces, Galileo se retractó con la promesa de volver a sus tesis en favor del geocentrismo, ante lo cual, los inquisidores se conformaron con que no volviera a escribir de cosmología. Por las razones que fueren, se le dieron muchas oportunidades en unos tiempos difíciles.

Tomás Moro mantuvo una ejemplaridad sin tacha en el ejercicio de sus ideales éticos, que le costó ser decapitado. Bacon fue un hombre de moral mundana; leal con la reina y desleal con el Conde, además de ciertas corruptelas en su cargo de juez. Galileo mantuvo un tira y afloja con el Santo Oficio que pocos hombres de su época podían mantener. Pero ambos, Bacon y Galileo salvaron la vida, el bien más preciado.

                No cabe duda de que la ética humana debe regirse por una conducta que lleve al bien, porque el bien es un fin en sí mismo, aparte de los contenidos culturales y religiosos que lo refuerzan, pero ¿cuál fue la utilidad de la conducta de Tomás Moro que, siguiendo a Sócrates, entregó el mayor bien dado al ser humano en aras de la rectitud moral? Por otra parte, ¿es lícito que la ley disponga de la vida ajena? ¿Cómo es posible que algunos hombres entregaran de forma tan generosa este bien, si pudieron retractarse (aun con problemas de conciencia), mientras otros, que detentaban el poder político y religioso, a los que se supone cultivados y humanistas por su formación teológica, pero envueltos en el fanatismo de adquirir más poder, no tenían en su interior un daimon que les informara de la necesidad de demostrar la misma rectitud moral de sus actos que a Tomás Moro?

                Quizás encontremos alguna respuesta en la obra de Erasmo de Rotterdam (1469-1536), otro gran humanista de esta época a pesar de los problemas de su infancia y los engaños de sus tutores. Erasmo escribió “Elogio de la locura” (1511) durante un viaje a Londres y en la casa de Tomás Moro, a quien se la dedica. Es una obra profundamente satírica y crítica, en la que la locura se manifiesta como un bien para aquellos que pretendan acceder al conocimiento, pues la sensatez no cabe en la sociedad de su época, contra la que arremete en todos sus aspectos. Respecto a los papas, dice que: “Debían imitar a su Maestro en la humildad y la pobreza. Sus únicas armas deberían ser las del Espíritu; y de éstas, son altamente pródigos, como de sus entredichos, suspensiones, denuncias, vejaciones, sus excomuniones mayores y menores y sus rugientes bulas, que fulminan contra todo el que los combate; y estos muy reverendos padres nunca las lanzan con tanta frecuencia como contra los que, a instigación del diablo, y sin tener el temor de Dios ante su vista, intentan alevosa y maliciosamente aminorar y menoscabar el patrimonio de San Pedro”. 

                                                                            Alfredo Martín                                          

                                                                              

¿QUÉ ES VIVIR?

Desde que era un niño me gustaba tumbarme en el césped y contemplar en silencio las noches estrelladas del verano. La Vía Láctea, la Osa Mayor, todo lo que aparecía cada noche en la bóveda celeste me fascinaba y me resultaba curioso el contraste entre un universo estrecho y conocido como el que nos describían los educadores, y ese ancho y desconocido que surgía ante mí. Pero aún lo era más el sentir que podía admirarlo desde un pequeño planeta situado en la orilla de la galaxia, donde habitamos unos seres que pretendemos ser exclusivos notarios de todo lo que existe, pues, sin nosotros, nadie daría fe de nada y, por tanto, nada existiría.

Por entonces se nos decía que el universo era fruto del determinismo; creado por ser suprasensible, necesario, eterno e increado, que lo pensó, que lo hizo, que lo ve; y que el resto somos seres contingentes, seres en él y, por tanto, no seres en sí mismos; en definitiva, meras formas, fruto del proceso de generación y corrupción. Nadie nos dijo que el universo también pudo devenir del azar, de la necesidad ciega. Por ello, con el paso del tiempo, me sorprendían algunas frases pronunciadas por Albert Einstein y me invitaban a reflexionar: “Hay dos cosas infinitas: el mundo y la estupidez humana”. “Los mortales conseguimos la inmortalidad en las cosas que creamos en común y que quedan después de nosotros”. La primera afirmación no es del todo apodíctica; puede no ser totalmente certera, pero si absolutamente categórica. La segunda es de una belleza indescriptible; es muy esperanzadora, y su mensaje debería haber calado mucho más en la colectividad culta y ociosa en la que vivimos.

Seamos notarios o no de todo aquello que acontece, nuestra fragilidad de nacimiento se compensa con el desarrollo de una inteligencia racional que nos permite presumir de ser los reyes de la creación, bajo la hipótesis creacionista. Sin embargo, dicen los entendidos que a lo largo de nuestra vida no llegamos a utilizar sino una mínima parte de dicha inteligencia; algo que no ofrecería la menor duda aún sin la alusión de los expertos. Por si fuera poco, nacemos en un entorno cultural concreto que apela a continuos refuerzos para mantener las normas y las pautas de comportamiento que le reproducen y perpetúan. Nacemos en contextos en los que individualmente pinta poco. Antonio Gala, al inicio de su genial Manuscrito Carmesí, pone en boca de Boabdil el Chico lo siguiente: “… Yo de mí puedo jurar que jamás he elegido. Solo lo secundario o lo accesorio: una comida, un color, la manera de pasar una tarde. La libertad no existe. Representamos un papel ya inventado y concreto al que nunca añadimos nada que sorprenda esencialmente al resto de los representantes...”

¡La libertad no existe! y este personaje de la historia nació ya condicionado a ser lo que fue; no pudo realizarse; no pudo cambiar el papel que tenía asignado para vivir de antemano, como sucede a la gran mayoría de la humanidad y como es necesario para que la otra parte si parezca que lo logra. El ejercicio de la libertad, como en todo concepto genérico-abstracto, es cuestión de grado; la libertad siempre está sometida a determinadas circunstancias, incluso si se trata de elegir, digamos libremente. Pero, dejemos ese asunto, ¿quién soy yo para especular sobre la libertad, algo solo propio de teólogos, de juristas y de filósofos, si los dejan?

El proceso educativo familiar, la calle y la instrucción pública, completan la inserción en el sistema y garantizan su perpetuación. Nosotros, los occidentales, procedemos de las oleadas indoeuropeas que arrasaron la Europa recién neolitizada y que impusieron a las sociedades que vivían una paz relativa su modelo de clases con la función tripartita, que hoy se mantiene en pleno vigor. Las investigaciones arqueológicas y lingüísticas de Marija Gimbutas revelan que los debemos la guerra a gran escala, el maltrato a la mujer, el machismo, etc.

Nadie nos enseñó a pensar porque no sabían hacerlo o porque se lo prohibían, y nos hemos perdido la maravilla de poder interpretar por nosotros mismos las noches estrelladas, el universo y las leyes que le rigen. Hemos perdido la conexión con aquellos que crearon cosas maravillosas en común para nosotros; conocemos la fórmula para resolver las ecuaciones de segundo grado y sus soluciones, pero ¿nos dijeron acaso quien desarrolló por primera vez esta parte de las matemáticas y para qué? Cuando hablamos del Teorema de Pitágoras, ¿sabemos quiénes lo descubrieron y qué pretendía con su desarrollo? Si, sí. Ya sabemos que sirve para relacionar los tres lados de un triángulo rectángulo. ¿Tampoco nos sugiere nada el que hace alrededor de veinticuatro siglos se calculara ya con enorme precisión la distancia entre la tierra y la luna?

Mientras tanto, se nos va ese instante en que consiste vivir; de pequeños haciendo lo que nos dicen, de mayores haciendo lo que nos dejan, pero siempre ocupados en dar vueltas a la misma parva y sin salir de la era, hasta que alguna alteración del organismo nos alerta. Solo entonces recuerdas cuando mirabas fijamente a las estrellas en la oscuridad de la cálida noche para poder verlas más nítidas, de niño y adolescente, ahora que no te dejan el humo, el ruido, el asfalto y las dificultades de tu previa visión. Ya no te ves como un ser reducido al ámbito de tu vida diaria; de hecho, eso ya no tiene tanta importancia. Ahora sientes que te mueves de verdad por el espacio a millones de kilómetros por hora, pero sentado en este coche llamado Tierra. Es una sensación maravillosa, de gran quietud y paz interior que también surge en otros momentos relevantes de nuestra vida, y que te sacan del marasmo de lo cotidiano por algunos momentos. 

Pero, poco a poco, vuelve a absorbernos la cotidianidad, esa terrible normalidad a la que nos llevan y en la que nos envuelven las exigencias de la vida diaria; son las exigencias requeridas para ganar el pan de cada día y para no controlar la ansiedad que nos produce el disponer también del de mañana. ¡Maldita normalidad!

                                                                                                                              Alfredo Martín

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