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Alfredo Martin

Alfredo Martin

LAS RUINAS DE PALMIRA

Preguntadas una por una, creo que todas las personas manifestarían su repulsa a la guerra y, sin embargo, es algo que se perpetúa con toda normalidad, aunque su cercanía nos conmueve. Parece que la paz consista en una continua preparación para la guerra; para algo de lo que nos sentimos amenazados constantemente. Algunos nos preguntamos si la humanidad debe vivir condenada a que la producción y el tráfico de armamento constituya un sector de vital importancia para la economía y para el desarrollo tecnológico, y también nos preguntamos qué se hace con esas armas para que den paso a la renovación de stocks. Los autores antiguos y los modernos coinciden en definir la guerra. Como ejemplo, he leído que el historiador Heródoto de Halicarnaso (484-425 a. C.) decía: “Ningún hombre es tan tonto como para desear la guerra y no la paz; pues en la paz los hijos llevan a sus padres a la tumba y en la guerra son los padres quienes llevan a la tumba a sus hijos”.  

 

Hace mucho tiempo leí “Las Ruinas de Palmira”, donde el conde Volney, comprometido con la razón durante el Siglo de las Luces, reflexiona sobre el auge y la caída de las civilizaciones debida a la superstición…; en definitiva, al daño que hace al hombre la falta de aplicación de los criterios de la razón. Las ruinas de la poderosa ciudad caravanera en el desierto de Siria son un ejemplo de que los dioses que la encumbraron un día, otro la abandonaron, y hoy solo quedan algunos pilares de sus columnas, si no han sido devastados por la guerra actual. Su éxito hizo que el Vaticano la incluyera en el Índice de libros prohibidos a mediados del s. XIX, cuando era una reflexión sobre el uso la racionalidad mientras el conde contemplaba las ruinas de lo que formó un día un gran imperio.

              Las explicaciones habituales sobre la guerra no nos convencen y día a día nos seguimos preguntando el porqué de tanta y tan terrible violencia. Quizás queremos entender los hechos de los hombres sin detenernos en las limitaciones de su razón, su comportamiento de animal racional, su estado de hominización en cada momento histórico.

A Thomas Hobbs le inquietaba el estado de perpetua violencia y creyó como necesidad imperiosa establecer un acuerdo, un Contrato Social por el cual “Leviatán” nos aseguraría una convivencia, dado que, en su estado natural, “el hombre es un lobo para el hombre”, lo que le lleva a continuos enfrentamientos. Como ese Leviatán, el Estado, es un terrible monstruo que nos protegerá a todos si respetamos las normas emanadas del poder que le hemos conferido mediante dicho pacto o Contrato Social, nos merece la pena renunciar a nuestros deseos en pro del bien común. Pero, resulta que ahora son los diferentes Leviatanes los que se enfrentan, los perpetúan la guerra, y en ella siguen siendo víctimas los mismos de siempre, sometidos al mismo horror y la misma barbarie de siempre.

Unos cien años después, J. J. Rousseau proponía otro Contrato Social basado ahora en la soberanía popular, pues la sociedad civil que el hombre ha establecido le hace perder su bien más preciado: la libertad con la que vivía en aquel previo “estado de naturaleza”. Afirmaba que el origen de la sociedad civil y la desigualdad social es la consecuencia de la propiedad privada. Según él, el hombre es naturalmente bueno, pero la sociedad es un monstruo que le pervierte:

“El primer hombre que, habiendo cercado un pedazo de tierra, pensó en decir esto es mío y encontró gente lo bastante simple como para creerle, fue el verdadero fundador de la sociedad civil. Para poder deshacer el mal hemos de dejar la civilización, porque el hombre es naturalmente bueno”.

Algunos años después, Goya dibujaba entre otras obras: “el sueño de la razón produce monstruos”, constatando la confianza de que la “razón”, en la que tanto empeño pusieron los autores del Siglo de las Luces, acabaría con el ingente cúmulo de ignorancia y de superstición. Sin embargo, la razón, la maravillosa capacidad humana de emitir juicios, trajo la ciencia y, con ella, descubrimientos formidables como la radiactividad que, por cierto, la razón utiliza para producir energía eléctrica… y para fabricar bombas atómicas. La misma razón por la que tanto lucharon los ilustrados trajo una nueva idea y un nuevo ejercicio de la libertad, pero Manon Roland, que pertenecía los revolucionaros girondinos, al contemplar la guillotina tan cercana a su cuello no se pudo contener y dijo su tristemente famosa frase: ¡Libertad, libertad!, ¡cuántos crímenes se comenten en tu nombre!

Nuestro cerebro, nuestra alma, y el ejercicio de la libertad, con o sin responsabilidad, nos permiten hacer lo mejor y lo peor, y cuando sale ese monstruo que llevamos dentro y deja día tras día un retrato de lo que somos bajo la más terrible expresión de crueldad y barbarie, nos extrañamos de sus andanzas. Si; somos capaces de lo mejor y de lo peor, y lo demuestra la propia vida y los hechos de tantos y tantos hombres eminentes a los que la razón llevó a luchar por la paz y a demostrar sus vilezas.

Por ejemplo, Séneca, el gran filósofo romano, fue desterrado en Córcega por Claudio. Luego sirvió a Nerón y se enriqueció tanto que el emperador le invitó a tomar la cicuta. Como buen estoico, despreciaba la riqueza, pero reunió 300.000.000 de sestercios, prestando incluso dinero a Britania con intereses tan altos que los hizo rebelarle. No obstante, al morir redactó un testamento donde decía a su familia: “No importa; os dejo algo que tiene mucho más valor que las riquezas terrestres: el ejemplo de una vida virtuosa”. Este noble romano de procedencia hispalense, que se carteaba con San Pablo, escribió en el inicio de su obra “De la brevedad de la vida” frases tan significativas como esta: “Por todos los lados rodean y acosan a los hombres sus vicios, sin permitirle enderezarse, ni siquiera alzar los ojos hacia la verdad, antes los tienen hundidos en el ciénego de la codicia, sin dejarles nunca volver en sí mismos…”

 

Qué decir del amigo Jean Jacques Rousseau, quien nos dejó el maravilloso logro de la “egalité, legalité y fraternité emanadas del triunfo de la razón; quien luchó por los cambios en occidente en favor de la libertad y de los derechos individuales; quien escribió “Emilio, o de la Educación”, una obra maravillosa sobre la educación de los niños y que, sin embargo, no dudó en abandonar a sus cinco hijos y los llevó a todos a una inclusa alegando que allí iban a estar mejor cuidados que con la familia de su mujer. ¿Cómo es posible que, siendo un genio de las letras, que escribió esta maravillosa obra sobre la educación infantil, abandonara de esa forma a sus cinco hijos según nacían?

 

Si; la guerra no es sólo fruto del interés de unos cuantos; parece que depende en gran parte del estado de desarrollo humano; de las limitaciones de la razón.

                                                                                                   Alfredo Martín

SOBRE EL PRIMERO DE MAYO

Ayer, primer día de mayo, se celebró de nuevo el Día Internacional de los trabajadores, con manifestaciones en las principales ciudades, donde se reivindican las demandas obreras como conmemoración de los hechos de los meses de abril y mayo de 1886 en Chicago, cuando se luchaba por la jornada laboral de ocho horas diarias. Al menos, así lo entendí.  Sin embargo, en la celebrada ayer en Madrid, tuve la sensación de que alguien sobraba o alguien faltaba allí. Me pareció que sobraban los representantes del gobierno o que faltaban los representantes de los empresarios, porque la economía española es una de las más grandes economías mistas del mundo en la que el Estado, y en su nombre, el poder ejecutivo, tiene una participación altísima en la toma de decisiones para regular adecuadamente su funcionamiento, lo que le asimila una la toma de decisiones empresariales de tal calibre, que gran parte de la renta salarial generada en España depende de ellas. Por decirlo así, el Estado español es un gran empresario.

Si el Gobierno de la nación, si varios de sus ministros participaban en la manifestación, era: porque les dio la gana (algo a lo que tienen todo el derecho); porque se consideran parte integrante de los obreros mal pagados (algo que no se sostiene de ninguna forma); o porque manifestaban su solidaridad con el movimiento obrero acompañándolos en ese acto. Pero, su presencia allí no era neutral, porque de ellos depende la fijación de los salarios de gran parte del sector público y su presencia parece denotar que los trabajadores de dicho sector gozan de una remuneración perfecta. Parecía unirles el aumento de salarios, pero exclusivamente de los salarios que pagan otros, cuando acaba de superarse una huelga promovida por los Letrados de la Administración de Justicia en demanda de sus reivindicaciones salariales que, parece que no estaban bien ajustadas y que competía al Gobierno solucionar.

En definitiva, se trataba de una manifestación solo contra los empresarios del sector privado. No solo de aquellos que actúan mediante una competencia monopolística, que fijan precios y obtienen unos beneficios ciertos y altos; tampoco contra los que actúan de modo competitivo como grandes empresas, también con altos beneficios; sino también contra los que compiten de forma concurrencial y que muchos fines de mes tienen que recurrir al crédito para poder pagar a sus trabajadores y liquidar sus impuestos.

Los trabajadores estaban en su lugar, porque la capacidad adquisitiva de sus salarios se ha deteriorado por los movimientos inflacionarios producidas por el shock de oferta de costes energéticos y demás. El caso es que el salario medio en España es un 20 % menor, en términos relativos, que el salario bruto de los países de la U. E., dicho de forma rudimentaria. De otra parte, las tasas de paro en España son un mal que se perpetúa desde siempre sin que parezca tener solución. En los inicios de la Democracia, uno de los problemas que más preocupaban a los ciudadanos, según las encuestas, era las altas tasas de paro, que hoy siguen manteniéndose como en los viejos tiempos porque, tanto en la Eurozona como en toda la U. E., las tasas de paro se mueven alrededor del 6 - 6,5 %, cercanas a las tasas de paro friccional o pleno empleo, mientras en España persisten en el doble, el 12 - 12,5 %, y constituyen un diferencial que no hemos sido capaces de corregir y que parece ser nuestra tasa de paro natural, eterna.

Los representantes sindicales les decían, ayudándose de un altavoz, que “existe mucha riqueza y que es necesario distribuirla de forma más equitativa”, lo que interpreté como que es preceptiva una mayor participación de los salarios en la Renta total y como una declaración de intenciones a la que creo que se sumaría mucha gente antes de analizar las Cuentas anuales de las empresas depositadas en el Registro Mercantil. Pero, a continuación, siguieron pidiendo las subidas salariales bajo la amenaza de una cercana movilización, probablemente porque así se hace siempre en vez del diálogo, que entiendo como lo preceptivo y lo correcto.

 Confieso que no me gustó este tono de amenaza, porque supone que es objetivo el que los empresarios obtienen cuantiosos beneficios y guardan en los cajones de su despacho puestos de trabajo que no quieren sacar, para obligar a los trabajadores a doblegarse y aceptar unos salarios tan bajos. Recordé cuando, de joven, creía en el comunismo y leía las obras de Carlos Marx: La historia de la humanidad ha sido la historia de lucha entre clases explotadoras y explotadas, dominantes y dominadas. El destino de esa lucha es la liberación por parte del proletariado y de la sociedad entera, de la explotación y opresión, de todas las diferencias y luchas de clases”. (Manifiesto Comunista).

Recordé la Inglaterra del siglo XIX, cuando las mejoras de la Revolución industrial ya habían cristalizado en el bienestar social, pero Marx consideraba a los empresarios como los depredadores del excedente de la producción de mercancías, de su valor de uso, del sudor de los obreros empleado para producirlas, a través de su explotación, de robarles ese excedente, para obtener la “plusvalía”. Y me recordó que John Stuart Mill le recordaba que desconfiaba tanto de la dictadura del proletariado como él de los fallos del mercado.

En definitiva, mi intuición me llevó a pensar que en la manifestación de ayer cabía perfectamente la asistencia de los empresarios por las mismas razones que el resto de los grupos que concurrían. Hoy, la Admón. Pública hace contratos a los trabajadores en los que utiliza la misma lógica y el mismo proceder que los empresarios particulares para ahorrar costes y, me pregunto, ¿por qué no lo decían los sindicalistas por sus altavoces, si tenían tan cerca a varios miembros del gobierno de la nación?

En todo caso, ¿por qué vivimos aún de las etiquetas del siglo XIX, cuando la experiencia ha demostrado la gran utilidad del llamado “factor empresarial” en la producción de la renta y la creación de la espiral de empleo y riqueza. Lo mismo que entre los obreros, los sindicalistas y los políticos, entre los empresarios los hay mejores y peores. Pero parece absurdo mantener la vieja caracterización del empresario como el agente de la producción que se dedica a robar el sudor ajeno y que por eso solo haya que manifestarse contra él, con independencia de que la retribución salarial ha de ser siempre lo más digna posible.

Cuando a finales de 1989 cayó por fin el Muro de Berlín, decenas de miles de personas (y luego muchas más) pasaron desde la Alemania Oriental, bajo influjo soviético, a la Alemania Occidental, bajo la OTAN, y donde existía y existe una economía de mercado que absorbió a su población, la integró social, política y económicamente, y hoy goza de trabajo y de un bienestar debido en (en su parte alícuota) al factor empresarial alemán, a esa capacidad para producir y extender la riqueza que todos no tenemos.

                                                                         

                                                                                         Alfredo Martín Antona

 “EL ETERNO POR QUÉ”

Se acercan las fiestas navideñas y sentimos la necesidad imperiosa de cumplir con los ritos itinerantes que nos impone la ortodoxia. Tenemos que acudir a los grandes almacenes para comprar esas prendas que tanto necesitamos, que tanto deseamos y que nos harán tan felices cuando los demás nos digan lo bien que bien nos sientan. Tenemos que visitar a los parientes, a aquellos que no hemos visto a lo largo del año ni hemos tenido interés, pero esta visita navideña será el rito de purificación que nos permitirá pasar otro año de la misma forma. Tenemos que hacer un derroche en la comida; en nuestra casa no puede faltar el marisco, el jamón, el turrón, el cava, todo aquello que esta religión ha elegido para nuestro gusto sin necesidad de ponerlo nosotros; en definitiva, esa comida tan placentera de la que acabará un alto porcentaje en la basura, en lo que tampoco repararemos, pues también parece ser otra de las necesidades cotidianas, otro rito.

Tenemos, en fin, que hacer un derroche de gastos durante un mes, lo que supondrá la purificación de los stocks de producción acumulados durante todo el año y abrirá un nuevo ciclo de nacimiento de nuestro dios: el dios del consumo. Es el becerro de oro al que hoy adoramos sin pararnos a pensar que con las sobras que tiramos en los países llamados ricos podrían alimentarse esas dos terceras partes de la humanidad que se mueren de hambre, de miseria e indignidad, además de someter a nuestro planeta a un deterioro por el que ya da signos de padecer un terrible cáncer. Si; ya se que damos limosnas a los necesitados de vez en cuando, lo que también forma parte de la ortodoxia, como cuando (según dicen) se exigía a los obreros chinos trabajar alguna hora más de forma gratuita para mandar el dinero a los trabajadores de Norteamérica, porque se morían de hambre.

Pero, qué nos respondería alguien a quién preguntáramos ¿por qué nos conducimos así? Cabe esperar que nos dijera simplemente: porque es Navidad y siempre ha sido así. Y es que, ya no podemos evitarlo, porque continuar, repetir esta liturgia innecesaria de consumo masivo, es la condición para que no paren las fábricas, para que no aumente el paro, porque no sabemos o no queremos conducirnos de otra forma sin prever que, en este maravilloso viaje interestelar, las propias estrellas no nos dejan ver las maravillas de la vía láctea.

No; siempre no ha sido así. Hubo una época en la que se aceptaba la finitud de la vida, en que se aceptaba la muerte de forma humilde, solemne: “Te alabo, oh Zeus, pues me acercas a ti ya viejo, cuando no puedo ver el cielo estrellado”. Hubo un tiempo en el que el ser humano tuvo su propia religión natural, sencilla, realista; que se preguntó por el “por qué” de las cosas desde su perspectiva humilde, personal, a pesar de que siempre hubo expertos fundidores de metales, chamanes, adivinos, sacerdotes de culto; en fin, los representantes del poder que ofrecían a los humildes la posibilidad de olvidarse de pensar, de dedicarse a trabajar para ellos y para quienes les ponían en lo alto de la pirámide social. Ellos ponían a Dios, aunque, seamos realistas porque desde siempre: el listo vive del tonto y el tonto de su tontería”. El problema está en que existe mucha gente que no tiene una tontería de la que vivir.

Sin embargo, es casi imposible pasar las fiestas navideñas sin pensar, aunque solo sea por unos instantes, en aquel por qué que arrastramos desde los inicios de la humanidad, si bien, y como decía Groucho Marx: “hemos salido de la nada para llegar a la última miseria”. Sí; hemos recorrido una larga etapa para darnos cuenta como Nietzche de que: “el camino del infierno está empedrado de buenas intenciones”. Es inevitable seguir preguntándonos de vez en cuando un ¿por qué? que nos aterra desde siempre, aunque la riqueza nos lleve a creernos dioses y a construir pirámides monumentales para seguir siéndolo eternamente bajo ellas.

Hoy, las libertades del capitalismo y las no libertades del comunismo tienen al hombre aprisionado por igual en la religión consumista, solo que, los unos practicándola y los otros deseándola; en este paradigma parece que no hay ateos ni es necesaria la Inquisición, dado que la religión, ya formada y dotada de sus dogmas, pasa a ser un hecho cultural, de modo que incluso es bueno para la salud del alma el ir de compras a los grandes almacenes cuando nos sentimos deprimidos. Se verifica así que cumplir con la ortodoxia proporciona estabilidad emocional, nos permite cobijarnos bajo la protección de las normas sociales, nos alberga la conciencia colectiva, aunque esto sea tan distinto de lo que, solo a veces, nos recuerda nuestra conciencia individual.

Pero, existen otros momentos en los que también nos preguntamos ¿por qué? o, al menos, estamos tentados a ello: cuando comprobamos el saldo que arrojan nuestras cuentas bancarias después del usar las tarjetas para celebrar estas fiestas. Por un momento nos asaltan los negros presagios que arrojan esos saldos, pero, pronto, algo adormece los interrogantes que esa reflexión momentánea nos plantea: “el banco me pospone el pago de mis compras a tantos meses…”. Qué bien; incluso los logros de un sistema financiero tan moderno, refinado y sensible a los problemas que pueden atentar contra esta religión, vienen en nuestro socorro para evitar que una pregunta impertinente haga mella en nuestra conciencia. ¿Por qué tengo que preocuparme de las consecuencias de mis propias decisiones sobre consumo presente y consumo futuro? Faltaría más.

 Por si fuera poco, desde que un gobierno inventó la forma tan rentable de redistribuir socialmente la riqueza con la lotería de navidad (aunque lo hacía para financiar inminentes independentismos), vemos colas interminables que ocupan varias calles para poder adquirirla en una famosa administración de centro de Madrid. En ellas la gente tiene un comportamiento ejemplar; no se queja de nada y soporta el frío invernal con una paz y alegría indescriptibles, pues va a adquirir su billete, va a celebrar esa comunión que le da una alta probabilidad de que pronto posea su parcela de cielo. No es mala del todo esta forma de redistribución, porque es un impuesto voluntario para llenar las arcas de la hacienda. Por cierto, todos esperan que les toque “el gordo” para retirarse definitivamente del trabajo; ahora resulta que el trabajo es un mal social y el resultado del azar es lo deseable.

La metafísica es imposible como ciencia porque de Dios, del mundo y del alma no tenemos conocimiento empírico; pero, nos engañamos porque, indefectiblemente, algún día, queramos o no queramos, tendremos que reflexionar muy en serio sobre aquella proverbial sentencia de Pierre Gassendi: “Nací sin saber por qué. He vivido sin saber cómo. Y muero sin saber cómo ni por qué”.

                                                                                              Alfredo Martín Antona

ACERCA DE LA NECEDAD

                Este verano, cuando ardían nuestros montes, vimos por televisión a los empleados de una brigada que luchaba contra los incendios dar de beber agua de una botella a un ciervo ya exhausto en uno de los incendios de los montes de Castilla y León, mientras aparecían también montones de cuerpos de ovejas calcinadas. Es un espectáculo que se repite cada año sin que sepamos poner remedio.

                Según acomode, la responsabilidad es del cambio climático, de las sequías y de las olas de calor que este produce, desconocidas hasta ahora; de la acción del hombre, que tala, ensucia y degrada los montes en su pretendido provecho económico y para su diversión; de la actuación de las autoridades, que se olvidan de poner medidas necesarias para su conservación después de las elecciones, cuando pasan de ofrecer las mejores soluciones para los problemas a decir que “estos no vienen con manual de instrucciones”, como respondía una de las autoridades del ayuntamiento de Madrid ante la llegada de la reciente y cruel pandemia; de la enfermedad mental, del fanatismo, de la ignorancia… Pero existe una razón por encima de las demás que explica la existencia continuada de estos siniestros y de otros semejantes, y es que todos nos consideramos tan bien dotados de juicio y de buen criterio para dirigir nuestras acciones, que nos impide comprender que estamos produciendo una degradación continuada y sistemática del planeta que compromete nuestro futuro en él.

Esta degradación la empezaron los primeros Sapiens y su agricultura de roza al quemar grandes superficies de terreno para el cultivo una vez agotada la fertilidad de los campos anteriores. Con el paso del tiempo aprendieron que la agricultura necesitaba de la ganadería, creando las explotaciones mixtas agrícola-ganaderas, que producían un equilibrio ecológico estable con el aprovechamiento de los pastizales como alimento del ganado y el abonado de los terrenos con sus excrementos.

Ovejas y cabras han sido tan importantes para la humanidad que incluso la mitología hebrea nos confirma la hipótesis de que la agricultura y la ganadería se desarrollaron de forma complementaria a lo largo del tiempo. En el drama de Caín y Abel consta el enfrentamiento de dos hermanos, agricultor y ganadero respectivamente; en el sacrificio del hijo de Abrahán, en el que al final éste es sustituido por un cordero como víctima propiciatoria; en expresiones de la liturgia como “Cordero de Dios, que quitas el pecado del mundo”, etc. Observamos la gran importancia que dicha mitología da al ganado lanar y que se empeña en considerar a corderos y cabritos las víctimas inocentes que pagan con su vida las consecuencias de las malas acciones de los hombres además de servirles como alimento básico.

En España, país montañoso por excelencia, la trashumancia hizo que se aprovecharan durante varios siglos los pastos locales de la primavera y el verano, y los extensos pastizales de las extrema-duras en el otoño y el invierno de una forma racional y ecológica, a la vez que se evitaba a posibilidad de que el fuego arrasara extensiones tan enormes.

Yo nací en Soria, una tierra de churras y merinas, de cabras respingonas y de espigas menguadas y abrasadas por el sol, que expulsa en el otoño a ganados y a hombres por falta de hierbas y grano a pesar de las procesiones y las rogativas para que llueva. Soria ha estado tan llena de ovejas que ellas borraron la huella de sus primeras colonizaciones humanas al ocupar sus hogares y sepulcros para guarecerse a lo largo del tiempo. Cuando nací, mis padres vivían de la explotación de algunas tierras de labranza y de cuidar un pequeño rebaño de ovejas; en definitiva, de una hacienda agropecuaria de subsistencia, tan característica de las tierras de Castilla hasta muy avanzado el siglo veinte.

Pero, hoy el Sapiens Sapiens no siente respeto por los montes, ni por la naturaleza en general a pesar de que en momentos recientes se han recuperado varios sistemas ecológicos con técnicas de ingeniería y en zonas previamente devastadas por la mano del hombre. Según nos informan estos días, el 90 % de los fuegos que actualmente arrasan miles de hectáreas de montes los produce la mano del hombre voluntaria o involuntariamente.

Nuestros montes se utilizan cada vez más para actividades de recreo de una manera irresponsable como abrir sendas para pasear en bicicletas, en motos, y para disfrutar la gran potencia de los vehículos todo-terreno, mientras los llenamos de basura como sucede incluso en las ascensiones a los picos más altos y famosos del mundo. Mientras tanto, la actividad del pastoreo se ha reducido notablemente y los pastores que todavía quedan, viven sometidos al abandono político, a la irresponsabilidad y la ignorancia de las gentes del común, y a la acción de los lobos para los que se busca desesperadamente un lugar en la naturaleza que perdieron de forma irremediable.

Y en medio de esta hecatombe, cuando arden miles y miles de hectáreas de monte y el fuego devasta la riqueza forestal, los animales, y se acerca y amenaza a las gentes y sus casas; cuando se manifiesta de forma inexorable y palmaria la estulticia humana, vemos un gesto de solidaridad, de conmiseración humana, dando de beber de una botella a un ciervo exhausto, desorientado, desfallecido y a punto de perder la vida en medio de las llamas.

No puedo menos que preguntarme si seremos capaces de generalizar esta solidaridad, de devolver el respeto a la naturaleza, o dejaremos que la avaricia, el fanatismo y la ignorancia acaben con la supervivencia en el planeta azul, mientras estamos tan ocupados en debatir de cosas tan importantes apoyados en la barra del bar.

                                                                                                                

Alfredo Martín Antona

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